Todos en el barrio conocían a G. Era un tipo que estaba muy jodido. Jodido de la cabeza. Pero no como tú o como yo, con nuestras comeduras de tarro por ésto o por aquello, lo que le puede preocupar al común de los mortales. No. Este del que os hablo estaba chungo. Yo ya lo conocí así, pues me sacaba unos cuantos años. Como a cualquier personaje del que se desconoce buena parte de su pasado, a éste le envolvía un aura de leyenda. Nadie sabía por qué se había quedado así, digamos "loco". Unos decían que por una hostia en moto. Los más jóvenes siempre pensamos que era por los últimos años de la ruta, duros en cuanto a drogas se refiere. Tal vez fuera una combinación de ambos factores. Realmente, ¿a quién le importaba? Era uno más de la pintoresca fauna que poblaba el barrio en el cambio de siglo.
G era el mayor de sus hermanos en una familia muy numerosa. Hijo de unos padres alcohólicos, de los que pagan con su pensión las deudas contraídas el mes anterior en los distintos bares vecinos. Peculiar pareja, de las que se tiraban los trastos a la cabeza, literalmente, que iban encontrando rebuscando en la basura. Los gritos del matrimonio los podías oír a dos calles de distancia, discusiones ininteligibles y probablemente sin fundamento, pero en las que les iba la vida. Lo cómico era la reconciliación, con achuchones y besos apasionados al lado del contenedor. G a veces les acompañaba, o ellos a él, pero G era un alma libre.
Su aspecto, para los que no lo conocían, resultaba cuando menos intimidante. No era grande ni aparentemente fuerte. Cuatro dedos le hacían superar el metro y medio y su peso no alcanzaría la categoría pluma. Era la mirada perdida y estrábica, el pelo ralo y sucio pegado a la frente, la ausencia de caninos e incisivos y el moco perenne colgando del bigote descuidado lo que hacía que apartases la vista. Una mezcla entre miedo y asco. Nada más lejos. G era completamente inofensivo. El objetivo de sus ataques era las calles, aceras, calzadas. Andar. Era lo único que sabía hacer. Andar por el barrio, por el de al lado, por el de más allá. No era raro encontrarlo por el centro de la ciudad, caminando decidido entre los paseantes mirones de escaparates, cruzando las plantas de los grandes almacenes hasta que lo interceptaba cualquier vigilante y lo conducía a la salida. G no se inmutaba. Parecía el típico coche teledirigido que choca contra una pared y cambia automáticamente de sentido. Sonrisa mellada en la boca y ni una mala palabra. Tampoco podía articular muchas, pues el "accidente" le había afectado al habla. Le llegaba a lo justo para pedir dinero, tabaco y echarse unas coplillas, arrancándose por palmas con esas manos que parecían abanicos. El espectáculo no merecía más que cinco duros o un cigarro, pues no duraba más de diez segundos, tras los cuales extendía su mano, más negra y sucia que el túnel de sus dientes.
Tampoco era raro verlo diciendo a todo el que se cruzaba con él que se volvía para su tierra, el sur. Iba convencido de llegar andando, sin agua ni provisiones para el viaje. Dos horas más tarde lo volvíamos a ver, cansado de buscar el camino, preparándose para intentarlo al día siguiente. Esos días en los que nada le salía, cogía un pequeño megáfono y salía a ofrecernos su arte de madrugada, sentado en un banco o en los asientos de la parada de autobús. Si el mundo se ponía en su contra, él aullaba por soleares, hasta que algún vecino lo ahuyentaba a gritos o algo peor.
Un día de verano, camino de la playa, encontramos a G a pleno sol, sentado en el paseo marítimo, abrigado hasta la barbilla peluda con una chaqueta militar con la bandera patria. Lloraba a lágrima viva. "Ha enloquecido definitivamente", pensamos todos. Al contrario. Había tenido un momento de lucidez y le había venido a la memoria recuerdos de quince años atrás. Sostenía entre sus manazas "la blanca", la licenciatura militar, junto con documentación antigua. Pudimos comprobar que sí, había sido un chico "normal". Nada más pudimos saber de G, se levantó y se fue sollozando bajo el sol agosteño, secando sudor y lágrimas con los documentos ajados.
G murió hace unos años. En su enésimo intento de volver a sus raíces, a su tierra prometida, un coche se cruzó en su camino. El golpe fue seco y certero. Tal vez se despistó, tal vez vio a algún fumador generoso, quizá una moneda brillante en el suelo le hizo apartar la mirada de la carretera, no lo sabemos. El terco coche teledirigido se quedó sin pilas.
Dani @El_Taquillero