viernes, 10 de octubre de 2014

Figuras de barro

Nadie sabe qué le pasó a Pepe, el de las figuras de barro, tras la Copa América. Apareció por la playa poco antes del temido efecto 2.000 y se le perdió la pista cuando los veleros de nombres impronunciables brincaban las olas de nuestro litoral. No es que los barcos tuvieran nombres raros, que también, simplemente nos sonaba todo a chino. Parece mentira, pero un barrio marinero era completamente ignorante sobre los asuntos de la vela. Orgullosamente, me atrevería a decir.
Pepe desapareció tras ese verano. Comentaba a menudo que no soportaba esa opulencia, el descaro del nuevo rico comiendo delante del pobre. Le fastidiaba la mala educación, la soberbia de cuatro niñatos venidos a más gracias a pelotazos en forma de ladrillo. Miradas altaneras que le hacían más daño que luchar contra el alcohol o la heroína.
Todo esto me lo contaba durante los años que estuvo vendiendo figuritas de barro y haciendo castillos de arena al pie del paseo marítimo. Yo trabajaba de camarero en verano, fines de semana y todos los festivos del calendario, ya fuera para pagarme estudios, vicios o ser un poco independiente. Independencia, eso es lo que más valoraba Pepe de su situación. No rendir cuentas, sin explicaciones, hacer lo que le viniera en gana. Hablando con él, parecía que su vida en la calle era algo elegido y no la consecuencia de una juventud dura dos décadas atrás. "Dormir en Valencia es gloria, peor sería en Teruel", decía sonriendo convencido.
Para Pepe, el verano duraba aproximadamente diez meses, desde Fallas hasta Navidad. No era raro verlo con una simple camiseta varias tallas más grande que la suya o, directamente, sin ella, dejando al desnudo su piel ennegrecida y magra, sin rastro de grasa, como cualquier yonqui veterano. Pero él no. A Pepe se le veía fuerte. Llamaba la atención la anchura de su espalda y unos brazos fuertes, que infundían respeto. Él decía que era el resultado de trabajar la arcilla y levantar castillos de arena, de llevar el peso de toda una vida, la suya, a cuestas. Viendo sus labores artesanales costaba trabajo creerlo.
Sus castillos, o fortalezas, como le gustaba llamarlos, no eran más que moles de arena absurdas, como las que puede hacer cualquier niño en la orilla, con cuatro ventanucos y una mal llamada puerta asimétrica. Se asemejaban más a una casa antigua de pueblo, con las paredes desniveladas de soportar tantas capas de arena y cal. Sus faenas con la arcilla no mejoraban mucho. Eran su especialidad los soles y las lunas, platos llanos y sonrientes de casi medio kilo de peso, endurecidos y secados al sol. Si había suerte y dinero, les daba una capa de barniz para que tuvieran aspecto de haber sido horneados. El resultado era una suerte de máscara carnavalesca atrofiada. No se le podía negar el esfuerzo, con cada figurita tardaba un mínimo de tres días, aunque el final no fuera el esperado. A veces se aventuraba con otros temas: tortugas, dragones y duendes que invariablemente acababan pareciéndose a su perro.
Manolo, su mascota, era un golden retriever de anuncio. Más de medio metro de altura, color dorado y más bueno que el pan. Contrastaba su buen aspecto con el desaliño de su amo: pelo largo por los hombros y barba negra algo distraída. A mí siempre me recordó a Roberto Iniesta, aunque Pepe nunca había oído hablar de él. Su "amigo Manolo", como a Pepe le gustaba referirse a su perro, era el que le daba calor en invierno, pues tampoco se abrigaba mucho más que en los meses de calor. Calor físico y anímico, porque a excepción de los trabajadores de la playa, pocos amigos hacía. Manolo lo acompañaba a todas partes, incluso en algún viaje en autobús urbano, cuando Pepe fingía ser invidente. La picareca española, dicen. Y picaresca era lo que tenía que poner en práctica, pensábamos los que conocíamos a la extraña pareja, para poder alimentarse él y su compañero. En las pocas ocasiones que le veíamos comer, Pepe siempre echaba mano de latas de conservas, fiambre y pan duro conseguido a última hora en algún restaurante. A Manolo nunca le faltó ni el mejor pienso ni los mejores patés, que Pepe guardaba en una mochila que ya era vieja cuando iba al colegio.
Esa época, la del colegio y su mochila parcheada que guardaba desde entonces, fue la que nos contó una mañana lluviosa de septiembre con la playa, lógicamente, ya desierta de veleros y turistas. Llegó a primera hora y quería desayunar. Venía con una sonrisa amplia, luminosa, ya que había cobrado su pensión. La pensión no era otra cosa que la ayuda que le pasaba mensualmente su hermana menor, a escondidas de su padre, pues lo había repudiado desde su etapa de universitario rebelde.
Empezó a untarse la mantequilla y la mermelada en el pan tostado, dejando un cuarto de cada envase sin tocar. Ante nuestra extrañeza, pues sabíamos que a Manolo no le daba comida dulce, nos contó que era costumbre en su casa dejar sobras para el servicio, por si querían comérselo cuando él y su familia salían por la puerta. "Siempre fuimos unos burgueses, eso lo sé ahora, pero para mí era normal. Burgueses, pero en el cole nos llamaban aristócratas". Dueños de un palacete, su familia paterna era propietaria de una empresa metalúrgica venida a menos en un pueblo al norte de Valencia. Tenis, natación y deportes de mar. Educación estricta en colegios de pago. Todo dirigido y planificado para heredar la empresa paterna desde que acabó su feliz infancia. A Pepe le interesaba más el arte y las letras que la economía y las leyes. Comenzó a distanciarse del camino marcado. Conoció las drogas en el peor momento, si es que hubo alguno bueno, en los ochenta, cuando la heroína hacía estragos.
Poco más nos pudo contar antes de desaparecer de la playa a los pocos días. Los borrosos recuerdos le ensombrecían el rostro y le anudaban la garganta. Pero aún le dio tiempo a narrarnos su último secreto, tal vez delirio, para dar consistencia a su relato. Conservaba celosamente la mochila con la comida de su alter ego porque era el cordón que le ataba a los recuerdos de una infancia feliz, casi perdida en su memoria a causa del vino y el caballo. Una infancia donde Pepe se llamaba Manuel.

Dani @El_Taquillero

4 comentarios:

  1. Sigue escribiendo así Dani, lo haces estupendamente, por no decir, directamente, de puta madre.

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  2. Gracias Toni, un placer y un honor que te guste.

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  3. Emotivo, muy bueno. Un placer leerte.
    Diego.

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